Cuenta Molina:
“Ah,
mire profesor Molina, yo no vengo acá a clase para salir dotorcito, evangelista
o maricón. Vengo acá pa’ no volverme
loco pensando y con las cositas suyas, las rayitas y los números de la
profesora Rúccoli, salgo un poco de los recuerdos. Calcule que tengo tiempo pa’estar recordando,
siempre lo mismo, desde el principio.”
El interno, hombre de unos
cincuenta años, venía a las clases que se dictaban en el penal con su
cuadernito, un lápiz negro y su goma. Se
sentaba por el medio del aula. Parece
que tenía algunos problemas de miopía por sus esfuerzos en mirar al frente pero
no se atrevía a ubicarse más adelante.
Podría ser pudor o no sé qué, pero prefería mirar de reojo a su
compañero de asiento para acertar a copiar.
Le costaba escribir, lo hacía con una letra infantil, anclada en sus
años de escuela primaria, como si recién hubiera salido de ella.
“Yo
no hice nada que no se hiciera. Que hizo mi padre, hicieron mis primos y
vecinos. Que se debe hacer entoavía en
la provincia, profesor. Tendría unos
treinta y tantos años cuando fui a lo de la Chicha Leiva , al
fondo del barrio El Latón, cerca de Merlo.
Unos barriales para llegar. Yo
sabía que la Chicha
tenía varias hijas. Como ella supo ser
linda moza allá en la provincia, yo le conocía, era de un pueblo cerca de
Casapava, las hijas debieran ser, y son profesor, lindazas y sanitas. Yo fui a verla nomás, me costó llegar, pero
fui.”
En aquel tiempo el servicio
penitenciario de la provincia era mucho más amplio y creativo que lo que vino
luego de Onganía. Había algunos tipos
jodidos, formados en los ’40 y ’50, pero estaban aplacados, su dureza estaba
orientada hacia determinados internos como los de “delitos políticos” y los
violadores. A los demás no los
molestaban mucho e, incluso, a algunos los respetaban, sea por su poder
económico (fuera de los penales) o por su bravura, en los casos de los
“pesados”. Mi retiro de la política,
antes de ir a Heredia, me había llevado a dar clases de historia o de
literatura. Como no había muchas
vacantes, acepté ese puesto para dar clases a los internos del penal. Allí traté a Romero.
“Verá,
profesor Molina... ya sé que no quiere que le diga “profesor”, pero pa’me sale
así, sin pensar. Verá, le decía, ya
había pasado los treinta y andaba porái penando
y solo. Había podido comprar un
terrenito con una casilla, con bomba y todo, por Moreno era. Sí, por Moreno, verá. Ya podía dejar la pensión. Pero no iba a vivir en un ranchito solo. Se me iban a réir o iban a crer que’ra
maricón. ¿Me’ntiende profesor, digo...
don Molina?
Un rancho sin mujer es como una campana sin
badajo, no sirve, no tiene sentido ni atrativo.”
En clase era atento,
preguntaba poco, se ve que le tenía miedo pánico al ridículo. Me encaraba afuera, en el pasillo o en el
patio que había para los alumnos, porque eran internos de buena conducta y no
había problemas con ellos.
Solía hacerme preguntas
inteligentes. Aunque él no lo sabía, era
de los mejores alumnos que había. Es una
pena. Ese hombre, Romero, con mejor
formación en el tiempo adecuado de su vida, hubiese terminado siendo útil a la
sociedad y a sí mismo.
“Fui
a lo de la Chicha. Tomé unos mates en el patio
y finalmente le dije nomás, como se hacía en la provincia y por acá en los
barrios se debe seguir haciendo, don Molina.
Le dije, pues, le dije: ‘fijate Chicha si no tenés alguna de tus guaynas
como para mí, de unos veintipico, que sea sanita y hacendosa. Ya tengo el rancho y estoy solo
nomás...’ ‘Uhhh... ‘ me dijo, ‘sos
pretincioso como todos, Romero. D’esa
edá ya las tengo todas juntadas o me trabajan para mí... no, nu'hay. La que mestá creciendo rápido y ya tiene
tetitas y todo, es la Zully que ya pasó los trece
el mes pasáu... Podría ser la
Zully si querés, Romero.
Perá que te l’hago llamar y la ves.
Si te pá es pa vos nomás, con algún regalito para la suegra, nada más.’
“
No tenía grandes problemas
en el aprendizaje. Es notorio que su
lenguaje escrito, aunque sencillo y con letra dificultosa, era correcto y sin
barbarismos. El oral, en cambio, seguía
sin variaciones desde el primer día. Tal
vez no quería demostrar su crecimiento cultural. Supongo que para él y el medio en que
desarrolló su vida, el hombre culto tenía que ser o superior por poder y
riquezas o ridículo o afeminado. No
entiendo de otra forma esta dualidad.
“Ahí
me trajo a la Zully. Era guaynita nomás, con
cara pícara, flaquita pero linda. La
miré un rato y le prigunté por qué se llamaba Zully. Me dijo que’ra cosa de su mama. La
Chicha me dijo que por los ojos negros como de Zully Moreno
la había llamado así. Me gustó la Zully.
A los tres días le llevé un calentador Bram Metal a la Chicha y me traje a la Zully pal rancho. No quería dirse, no. Lloraba y se agarraba a un arbolito mientras
las demás guaynas miraban duritas por la
ventana de la casilla. Pero se vino
conmigo nomás y así empecé a ser un hombre con mujer. La verdá se mescapó dos o tres vece. La’iba a encontrar de nuevo en lo de la Chicha que ya la amansaba
un poco a cintarazos. Yo no le pegaba
mucho, algunas veces, pa’que me riespete y lave la ropa, nada más. Cuando sembarazó la primera vez ya no se
escapó más.”
Esos años sesenta, tan
raros. Parecía que todo iba a ser mejor
y empeoraba cada vez más. Me sumergí en
estos pueblos para no ver lo que venía, porque un sentido no definido (una especie
de sexto sentido) me hacían prever tiempos terribles y creí que el interior era
más sano, menos peligros. El tiempo me
diría que no, que me equivocaba. Sin
embargo me refiero a la década del 60 y acá nomás a menos de cincuenta
kilómetros de una ciudad como Buenos Aires, un hombre se podía apropiar de una
niña, apenas adolescente como quien obtiene un animalito doméstico. Desconozco si proceden estas consideraciones
en este informe.
“Seis
hijos tuvimos. Se fue amansando y me
acetaba. Ya el Roberto, el más grande,
tenía unos catorce cuando me malicié alguna cosa. Me había dicho la de la esquina que a cierta
hora la Zully
desaparecía. Pero a esa mucho no le créi
porque es medio bruja y malantraña.
Per’una vez el Roberto volvió antes de la escuela y no estaba su mama y
me contó como con miedo. Es claro, el
muchacho pensaba que yo la’iba pegar. Y
lo pensé, don Molina, lejuro que lo pensé.
Pero uno se hace grande y se vuelve más mañoso y calculador. Fue así que pensé en dejarla hacer pa ver
endonde acababa la cosa. Y acabó mal,
nomás don Molina, mal, qué quiere quelediga.”
Fue aprobando sus materias
con más facilidad que la que él mismo esperaba.
Era estremecedor ver en un hombre ya maduro, cómo iba descubriendo en el
conocimiento formal las cosas que intuiría con su experiencia. Su rostro se iluminaba cada vez que descubría
la relación entre algún tema de clase y la vida cotidiana.
Con el tiempo comenzó a
recibir visitas. Él mismo estaba
sorperndido porque no las esperaba. Su
hijo mayor y su hija más pequeña comenzaron a visitarlo con cierta regularidad.
“Pedí
unos días en la fábrica por vacaciones, don Molina. Como n’el verano necesitaban gente les venía
bien que yo me fuera n’el invierno. Pero
no dije nada a nadies. A nadies
vea. Fui hablando con’uno y con’otro y
yendo pa’ca y pa’llá. Y dí con lo
que’staba pasando. Seme había metido con
un muchacho. Le veía en lo de él. Le ví
ir, le ví entrar, le ví salir.”
Las visitas a Romero lo
cambiaron. Se volvió menos retraído,
participaba de las clases con menos pudor.
Y me hablaba. Comenzó a contarme sus
cosas personales. Jamás le pregunté nada
pero él empezó a contarme. Es por eso
que puedo saber tantas cosas de él y espero que sean útiles para este
informe. Al contarme sus cosas fui dando
cuenta que tenía otros códigos, diferentes a los de la sociedad. No digo que no conociera o rechazara las
normas de la civilización, creo que los comprendía claramente. Sencillamente entendía su situación como una
fatalidad. Resignadamente aceptaba su destino.
A pesar de la mejora en su
carácter, con el transcurso de los meses, comencé a notarlo desemejorado, más
delgado, débil.
“Le
esperé en la casilla. Volvió antes que
los gurises llegaran de la escuela. Al
verme no habló, no me saludó, me miró y bajó la vista. Sabía que yo sabía y creo que sabía más que
eso, don Molina. Le miré largo, como
para acordármela siempre. Mucho le
miré. No te vuá pegar, le dije. No te vuá echar, le dije. No te vuá perdonar, le dije. No te vuá olvidar, le dije. Te vuá matar, ahora, le dije. No me miró, no me contestó. No habló. No se quejó, no se quiso
escapar. No volví a verle losojo negros
porque los cerró. Los cerró para
siempre. Y le maté, Molina. Como se mata un cabrito. Una sola cuchillada. Una. La cuchillada que
dí en mi vida. La cuchillada que’s mi
vida, don Molina.”
Sus relatos habían sido
estremecedores. Yo no era como Echarte
que había lidiado con toda clase de gente y contaba los casos judiciales como
quien habla de cualquier cosa. A mí me
emocionó su relato. Tengo grabada en la
memoria, palabra por palabra, su historia.
De esa puñalada definitiva, la que lo convirtió en asesino... Como un personaje de Shakespeare, llevado a
la tragedia por el destino.
Por eso su muerte extraña
me dejó muy impresionado. Me cuesta
creer lo del forense. Él dice que Romero
no estaba enfermo de nada. Que él cree
que lo envenenaron. ¿Quién en el penal
podía querer hacerlo? Si estaba tan bien
con las visitas de sus hijos. Que
siempre le traían tortas o emapanadas.
¿Quién podría haber querido envenenarlo?
El forense al escuchar mis relatos de lo que sabía de Romero se
sonrió. “Si serás ingenuo, Molina” me dijo.
“Lo mataron los hijos, no te das
cuenta. ¿No ves que empezaron a
visitarlo de repente? ¿Qué demostración de cariño le habían hecho antes? Vinieron a vengar a su madre, Molina.”
Igual el informe del
forense fue “infarto”. De manera que no
entiendo para qué quieren este informe ahora.
En fin, lo corregiré para sacarle las opiniones y cosas secundarias y
pasarlo en limpio.
Cnel. Matienzo, diciembre de 1974.