domingo, 19 de noviembre de 2023

LA CONOCÍ EN POSADAS (O RETRATO SIN FOTO)

La conocí en Posadas, cuando el calor era imposible de espantar, igual que los mosquitos. Esos ojos claros, mirada pícara y un viento impetuoso de polleras.

La visitaba al atardecer cuando la siesta se empezaba a desperezar. Fui descubriendo su piel y aprendiendo artes que vienen grabadas en el aire del Litoral. Su voz era suave, capaz de atraer a los pájaros y despertar las piedras. No era muy leída, pero la poesía le venía en la piel. Le amé como se ama en la juventud, sin cálculos, sin cerrar la puerta. Era casada o al menos tenía un marido policía que estaba poco en las siestas. Entre las chicharras un silbido suave que solamente sus labios podían emitir, me avisaba que la ventana podía atravesarse y penetrar en el paraíso.

Eran tiempos raros (como todos los tiempos en esta parte del sur). Cuando la política y el marido me invitaron a buscar otros rumbos, tomé el expreso que venía de Asunción y terminé bajando en la estación General Sarmiento, cuando el tren paró a cargar agua y descargar encomiendas. No conocía a nadie, tenía una carta de mi hermana Aurelia para una monjita del hospital. 

Ella me alojó una semana en el convento hasta que conseguí una pensión por Chacarita. Siete días estuve ahí, cuando se acabó la plata, dormí,  otros siete días en la estación Dorrego del subte. Dicen que Dios creó todo en siete días, ya llevaba catorce dando vueltas por esta ciudad infinita sin ver el horizonte.

Solamente tenía mi valija de cartón con alguna ropa. No sé cómo me animé a pedirle al  sereno de un garaje que me la guarde en un rincón. Vagaba por las calles, me parecía imposible que una ciudad no terminase nunca. Por instinto me acerqué a una iglesia que había en la avenida Dorrego, solamente porque se parecía a la Catedral de Posadas, allí había reparto de sandwiches de fiambrín y la posibilidad de bañarse sin que nadie pregunte mucho. Caminaba para un rumbo o para otro cada día, hasta que las piernas no daban más. Tengo que confesar que buscaba una costanera, como en Posadas, en Corrientes o en Gualeguay, un paseo frente a un río. Tardé meses hasta que encontré la Costanera Norte, el puerto, el muelle donde atracaban los hidroaviones. Me pasaba horas mirando los movimientos de embarcaciones y aviones del Aeroparque. También me gustaba ver salir o llegar esos extraños animales de aluminio, medio avión, medio barco.

Pude empezar a cargar muebles en una casa de mudanzas. Pasaron los meses y alquilé una pieza en un conventillo de la calle Colombres. 
Una mañana, recibí una carta en lo de las monjas. Ella se estaba viniendo con el Singer, con un niño en la mirada, surgido de las siestas de la tierra colorada y su pollera floreada. Me mandó una foto que colgué en la pieza.  

Cuando llegó a Lacroze, la llevé a mi pensión, en Boedo, en el 127.  Ahí nació Aurelito, de ojos como ella y parada como la mía. 

Trabajaba muchas horas en la casa de mudanzas, quería juntar unos pesos y hacía extras. Había una camioneta “Ruby” del 33 que la vendían barata y podía ser el comienzo de una vida independiente. Quería que el muchachito tuviera mejor vida que la mía. Después de la camioneta quería el terrenito. La monjita amiga de mi hermana siempre me decía que había loteos en San Miguel que no sea sonso y compre uno. Cargar roperos, camas, pianos y bolsas durante doce o catorce horas era rendidor en aquellos años.

Ella estuvo conmigo unos cinco años. Una tarde volví y el cunumí estaba con una vecina. Me dejó una carta. Se volvía con el marido que ya era oficial de la policía, allá en Posadas. 

Se llevó la foto y dejó el marco.  Le lloré solo, mirando la paré con el marco torcido que así quedó. Aurelito tendrá que recordarla de memoria, si puede. Conmigo será un hombre triste y soñador, pero sin fotos.

En no mucho tiempo pude comprar la “Ruby” y empecé los fletes por mi cuenta. Aurelito iba conmigo a todas partes hasta que empezó la escuela. Era rubio el gurí y calladito, la mirada de ella que tenía entretejida se había puesto triste pero firme. 

Le hice caso a la hermana Enriqueta nomás y compré un terreno, medio retirado, en el barrial del barrio Carabaza pero allí, Aurelio y yo armamos una casilla con bomba de agua y todo. La Ruby se aguantaba los zanjones y lodazales que se armaban en invierno. 

De ella no supe más, quedó el marco del retrato que puse en la paré de la casilla para que no se nos olviden sus sonrisas y su mirada pícara. La conocí en Posadas, no nos dejó foto, no. Nos quedó su recuerdo.

San Miguel, 7 de enero de 1963




(Historia posible de un "inmigrante interno", como tantos en el Gran Buenos Aires. Obtuvo el segundo puesto en la etapa municipal de los Juegos Bonaerenses de 2023)